viernes, 1 de octubre de 2010

Vagavolcansitos: Tunupa - Eider Elizegi Telletxea




Venimos de un paisaje extraterrestre, de una horizontalidad perfecta y sin interrupciones que está enlosada con adoquines hexagonales. Un mundo de sal con un mar escondido debajo. Un escenario vacío. Una infinita extensión blanca separada del cielo blanco por un horizonte blanco que se emborracha, enloquece y delira confundiendo unos límites que dejaron de existir en algún lugar del pasado. El Salar de Uyun.



Camino junto a Gilbert, que sube al Tunupa por primera vez: normalmente los chóferes se quedan esperando abajo, en el carro. Los demás andan desperdigados por los caminos hacia la cima. La Montaña parece un castillo venido a menos, una ruina descascarillada, un dios reseco. La mañana ha espantado al frío estrellado de la noche y enciende los colores cálidos de los cascajos y las pedreras. Como cuando éramos pequeños y con arenas de colores rellenábamos botellas formando dibujos, el Tunupa pinta miles de sutilezas con sus tierras y sus casquijos.

Es un monte cómodo que nos permite el lujo de la pereza. En realidad, ni siquiera se llega hasta la cima, que se eleva 5432 msnm: cuando llegamos al punto más alto del sendero, mi altímetro marca 5.035. Dejo acá mi cuerpo y a partir de aquí sigo subiendo con mi imaginación: primero esas laderas inclinadas y deshechas donde contengo a mis pies para que no rueden hasta el fondo de la ladera; luego busco una entrada cómoda y me encaramo a la base de los dientes, que recorro zigzagueando por delante y por detrás; después abro bien las manos y los pies para escalar la chimenea hasta que alcanzo la cresta; esta parte la escalo con cuidado porque la roca podrida se descompone en cuanto mis manos la agarran. Y ya: ¡cumbre!





Bajar resulta fácil, ni siquiera necesito rapelar: sólo tengo que regresar a la sensibilidad de mis manos y de mis pies, a la perspectiva que me ofrecen mis ojos desde aquí de la cumbre a la que no he subido. La antecima se entrega sedosa y cálida, y nos permitimos el lujo de sentarnos, de tumbarnos, de alargar el tiempo sin frío, ni hielo, ni miedo al estado de las grietas para la bajada. Es el primer 5.000 para Antonio y para Gilbert: así que lo celebramos con abrazos, fotos y unas hojitas de coca.




Corriendo por las pedreras, jugando a saltar y a resbalar, a hundirnos los pies en la arena y las piedras pequeñas, Gilbert y yo terminamos la Montaña juntos. Cada vez que levanto la vista y mis ojos capturan el salar, me da la sensación de que nos hallamos por encima de un esponjoso mar de nubes. “No, Eider, es el salar”. Y otra vez veo el mar de nubes, y otra vez “no, Eider, es el salar”. Por encima del mar solidificado sobresalen las islas como esponjas flotantes, como Montañas con los pies hundidos en la niebla. A mi cabeza no le cabe la idea de un paisaje semejante. “No, Eider, es el salar”. En la entrada de Coqueza brota un árbol de caminos que estira unas escasas y largas ramas rectas en todas las direcciones. Y nuestros pies siguen derramando piedras que resbalan ladera abajo crujiendo como sonajeros apagados. "No, Eider, es el salar"



Más abajo ya, en los campos rodeados por los muretes de piedras redondas, varios campesinos siembran quinua. Gilbert se desvía del camino y se mete debajo de un recoveco de la roca. Saca una llave del bolsillo y abre el candado que cierra la puerta metálica. La luz se filtra polvorienta al interior de la cueva. Entro sola. En los huecos de la gruta, seis momias preincaicas dejan pasar su tiempo fosilizado acurrucadas en posición fetal. Vestidas con tejidos ocres y con mechones de pelo largo cayéndoseles sobre la frente. Fueron encontradas en otros huecos de las rocas de alrededor y las metieron todas juntas para guardarlas más protegidas. Junto a ellas se encontraron varios jarrones y platos. Un incalculable tesoro arqueológico que permanece ahí, sin que nadie lo haya estudiado, descomponiéndose con el paso del tiempo, el aire y los flashes de los turistas.




Eider Elizegi Telletxea
vagamontañas